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Sede Vacante: el Vaticano, sin Papa pero jamás sin poder

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Por: Wilkins A. D’Oleo

El mundo entero contuvo la respiración este 21 de abril de 2025 con la noticia del fallecimiento del Papa Francisco, el primer pontífice latinoamericano de la historia. Pero más allá de la conmoción religiosa, se activó una maquinaria milenaria que aún hoy asombra por su influencia global. Porque la muerte de un Papa no es solo un evento eclesiástico: cada vez que el Vaticano entra en sede vacante, el mundo no solo mira… se reacomoda.

Y es que, aunque muchos lo olviden, el Vaticano es un Estado soberano. Con bandera, con moneda, con pasaporte, con cuerpo diplomático y con silla propia —y privilegiada— en foros internacionales como la ONU. Un titán de influencia envuelto en sotana. ¿Cómo llegó hasta ahí un pedazo de tierra que cabe en un parque de barrio? Podemos decir que su poder no impone: convence. Y eso es más letal que la fuerza. Es un poder moral, simbólico y estratégico. El más peligroso de todos: el poder que no se ve, pero lo mueve todo.

Del asedio a la soberanía: el nacimiento moderno del Vaticano

Contrario a lo que muchos creen, el Vaticano como Estado moderno nació apenas en 1929, con la firma de los Acuerdos de Letrán entre la Santa Sede y el Reino de Italia. Estos acuerdos pusieron fin a décadas de tensión tras la unificación italiana, que había arrebatado a los Papas sus territorios seculares.

Lo que se firmó fue histórico: un Estado sin ejército, sin recursos naturales, sin territorio relevante… pero con 2,000 años de legitimidad moral a sus espaldas. Desde entonces, la Santa Sede ha ejercido un poder blando incomparable, con presencia en más países que cualquier otra nación: 184 relaciones diplomáticas activas, por encima incluso de Estados Unidos (168).

Un ejército de sotanas y una inteligencia global que no espía: escucha, observa y sabe

El Vaticano no tiene fuerza militar, pero posee algo más eficaz: una red de 414,500 sacerdotes distribuidos por todo el planeta, presentes en escuelas, hospitales, barrios marginales, zonas de guerra y salas de poder. Su influencia no entra con fusiles, sino con fe. Y en la diplomacia moderna, eso vale más.

Los sacerdotes no cambian con las elecciones de cada cuatrienio, ni los obispos necesitan votos. El Papa, líder supremo de la Iglesia Católica, no gobierna por mandato humano, sino por aclamación espiritual. En otras palabras, mientras el mundo cambia cada cuatro años, el Vaticano permanece. Y observa. Y persuade.

La muerte de un Papa, el inicio del misterio

Cuando un Papa muere —como ocurrió con Francisco— se activa un protocolo milimétrico y solemne. El cuerpo es expuesto públicamente durante varios días en la Basílica de San Pedro, y la Iglesia entra en sede vacante. El Camarlengo, una figura administrativa, asume temporalmente el control: certifica la muerte, sella las habitaciones del pontífice y prepara el terreno para el proceso más enigmático de la política internacional: el cónclave.

“En el Vaticano hay un dicho no escrito: cuando te nombran Camarlengo, es porque saben que jamás serás Papa.”

El Cónclave: una elección sin candidatos

A diferencia de cualquier elección moderna, el cónclave no tiene postulantes, ni debates, ni campañas. Solo cardenales con derecho a voto. Hoy, la Iglesia cuenta con 137 cardenales electores, todos menores de 80 años, encerrados cum clave —con llave, en latín— en la Capilla Sixtina. Sin teléfonos. Sin contacto con el mundo. Solo oración, reflexión y papeletas.

Aunque por norma la elección del Papa requiere una mayoría calificada de dos tercios —es decir, 92 votos en un cónclave con 137 cardenales— existe una cláusula extraordinaria poco conocida. Fue establecida en la constitución apostólica Universi Dominici Gregis, promulgada por Juan Pablo II en 1996 y modificada posteriormente por Benedicto XVI en 2007 para evitar estancamientos prolongados. La norma establece que, si tras 33 o 34 rondas de votación no se alcanza consenso, los cardenales pueden, por mayoría absoluta, modificar el proceso y decidir entre los dos candidatos más votados, permitiendo que uno de ellos sea elegido con mayoría simple —es decir, la mitad más uno—. Un mecanismo excepcional para garantizar que la silla de Pedro no permanezca vacante por demasiado tiempo.

Es importante destacar que, según la normativa canónica, el elegido puede ser cualquier varón bautizado. Aunque en la práctica siempre ha sido un cardenal, lo cierto es que quien asume el trono de Pedro no hereda poder por imposición, sino por convicción.

Un poder silencioso… pero real

El Papa no tiene ejército, pero sí un ejército de convencimiento masivo. Su poder no se impone: se gana. Se filtra por las conciencias, los altares, los púlpitos y los pasillos diplomáticos. Y eso, en tiempos de polarización, vale más que cualquier arsenal nuclear.

Un ejemplo claro está en el nacimiento mismo del proyecto europeo. En 1951, tres líderes católicos —Robert Schuman (Francia), Konrad Adenauer (Alemania) y Alcide De Gasperi (Italia)— firmaron la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, una alianza que integraba la producción de estos dos recursos estratégicos entre antiguos enemigos para evitar futuras guerras. Fue el primer paso hacia lo que hoy conocemos como la Unión Europea. Pero antes de firmar, asistieron juntos a misa. Y es que, cuando se comparten la misma fe, la moral y un mismo código ético, la unidad política se vuelve no solo posible, sino inevitable.

El Vaticano: un Estado sin territorio… con el alma del mundo

El Vaticano no necesita conquistar tierras. Tiene solo 44 hectáreas, pero su influencia recorre el planeta. No tiene ejército, pero cuenta con más de 414,500 sacerdotes y más de 5,300 obispos distribuidos en todos los continentes. No tiene petróleo, pero mantiene relaciones diplomáticas con 184 países, superando incluso a los Estados Unidos. No necesita satélites ni radares, porque su red de información pasa por confesionales, conventos, colegios y centros de ayuda. No necesita votos, porque ya tiene la lealtad espiritual de 1,400 millones de fieles que lo reconocen como autoridad moral suprema. Y eso, en la lógica del poder global, es una fuerza que no se ve, pero se siente.

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