Por: Eddy Manuel Díaz Tapia
Los profesionales de la medicina siempre han representado fortaleza, capacidad y resistencia, pero detrás de esa bata blanca se esconde una realidad a menudo silenciada: la frágil salud mental de los estudiantes de medicina. Al inicio de nuestro camino académico, los médicos en formación somos sometidos a una presión extrema; las horas de estudio, la autoexigencia y el insomnio constante se desarrollan en el transcurso de la carrera, culminando en ansiedad y depresión. En los estudiantes de medicina impera la necesidad de la perfección, esto genera un estigma social que no les permite demostrar debilidad y mucho menos, buscar ayuda profesional.
El camino para convertirse en médico es un sendero arduo que exige una sed insaciable de conocimiento, una combinación de habilidades y una gran vocación que demanda un compromiso total hacia la profesión médica. Sin embargo, esta dedicación no justifica el gran sacrificio de la salud mental. Aunque nuestra profesión demanda resiliencia y mucha dedicación, la idea que nos han inculcado de “matarse” para alcanzar el tan esperado éxito profesional deja la creencia de que un “excelente médico” es indestructible. Se ha convertido en una narrativa negativa y ha unido el espacio para la fragilidad que caracteriza a todo ser humano.
Es importante tomar en cuenta que el prestigio, reconocimiento, posición y renombre no pueden ser la recompensa para una mente fatigada, un estado de agotamiento físico y emocional. Nuestro sistema puede exigirnos sacrificar tiempo, ya que el sacrificio es una de las claves del éxito, pero jamás sacrificando nuestro bienestar y la salud mental. Una pasión no puede desarrollarse si la persona es consumida por el estrés y carece de estabilidad mental para seguir con su vocación.
El peso de la exigencia: “nunca es suficiente”
Este costo, sin embargo, se manifiesta en un grupo de padecimientos que se vuelven presentes de forma silenciosa en la vida del estudiante, convirtiendo la mente en un campo de batalla en vez de una herramienta de aprendizaje. Para el estudiante, la ansiedad se vuelve una compañera más, manifestándose por medio de preocupaciones constantes y pudiendo evolucionar a un estado de depresión, fatiga crónica y pérdida total del interés por el estudio. El agotamiento emocional de un estudiante de medicina se evidencia por la falta de sueño, transformado en una fatiga crónica y en un agotamiento emocional. A pesar de no ser palpable, manifiesta la incapacidad de concentrarse en las clases y en horas de práctica. Todo esto lo conocemos como el síndrome de burnout.
El concepto de burnout fue introducido originalmente por Freudenberger (1974), quien lo describió como la sensación de agotamiento y desgaste personal, provocada por la sobrecarga de las demandas de energía, recursos o esfuerzo espiritual impuestas al trabajador.
Posteriormente, la comprensión del síndrome evolucionó para centrarse en el proceso de deterioro psicológico como respuesta al estrés laboral crónico. En esta línea, Chermiss (1980) postuló que el burnout se origina cuando el trabajador no logra adaptarse psicológicamente al estrés laboral crónico, lo que resulta en una pérdida fundamental de compromiso. Según el autor, el síndrome se manifiesta como una respuesta emocional negativa ante el desequilibrio entre las exigencias del trabajo y los recursos personales, siendo el agotamiento el síntoma principal.
Este síndrome es el resultado del estrés crónico y prolongado en el trabajo o estudio, lo cual se traduce en un estado de desgaste físico y mental. La demanda constante en el ámbito académico consume la energía del estudiante hasta un punto de no retorno. El estudiante puede cambiar su percepción al sentirse incompetente, lo cual conduce a una pérdida de motivación y baja autoestima. Se percibe una actitud de indiferencia, lo cual puede perseguirlo hasta su vida profesional, perdiendo la empatía y el interés por los pacientes.
El camino del estudiante de medicina no solo forja un futuro profesional, sino que también nos somete a pruebas como seres humanos. Es crucial, por lo tanto, reconocer que el agotamiento y el estrés no son meras distracciones, sino advertencias de nuestra propia vulnerabilidad. Para gestionar el estrés, es fundamental identificar la fuente de ansiedad, de dónde proviene esa autoexigencia y aceptar que la ayuda profesional no es un signo de debilidad, sino de humanidad.
Es tiempo de que la bata blanca se convierta en un símbolo de conocimiento al servicio de la comunidad y no en un escudo de resistencia inquebrantable que nos aísle de nuestra propia vulnerabilidad. Establecer límites claros entre las responsabilidades académicas y el descanso no debería ser un lujo, sino una necesidad ética. Priorizar nuestra propia salud mental es el primer paso de servicio que podemos ofrecer a la sociedad, pues solo al estar íntegros podremos asumir la responsabilidad de cuidar la salud de los demás.