Por: Erick Tapia Barias
No hay sentimiento que me llene más el pecho de orgullo que ver la bandera ondear con su azul, rojo y blanco brillando bajo el sol. No es solo un pedazo de tela, es la historia de un pueblo valiente que decidió ser libre, sin importar el precio. Es el símbolo de nuestra identidad, de nuestra sangre, de lo que somos. Cada vez que la veo, siento un escalofrío que me recuerda lo afortunado que soy de haber nacido en esta tierra bendita, donde el cielo es más azul, el mar más profundo y la gente más cálida.
Ser dominicano no es solo un gentilicio, es un privilegio. Es sentir en el alma el himno retumbando con fuerza, es emocionarse al escuchar un merengue y saber que en cada nota hay un pedazo de nuestra historia. Es caminar por nuestras calles y ver el espíritu inquebrantable de un pueblo que, aunque tropiece, siempre se levanta con la frente en alto. Aquí nací, aquí crecí, y aquí quiero seguir viendo a mi país avanzar, porque esta tierra no se abandona, se defiende y se honra con cada acción, con cada palabra, con cada sacrificio.
Dios me dio el regalo más grande al hacerme dominicano. Me dio playas, montañas, ríos y un sol que nunca deja de brillar. Me dio una patria forjada con sangre y fuego, pero llena de esperanza y de sueños que todavía siguen latiendo en cada dominicano que no se rinde. Cada 27 de febrero no es solo una fecha en el calendario, es un recordatorio de que la independencia se lleva en el alma. Que no importa cuántos años pasen, siempre seremos ese pueblo guerrero que eligió la libertad. Y yo, con todo mi corazón, con toda mi fuerza, con todo mi orgullo, siempre gritaré: ¡Soy dominicano y no hay nada en el mundo que cambie eso!